Memorias de Adriano by Marguerite Yourcenar

Memorias de Adriano by Marguerite Yourcenar

Author:Marguerite Yourcenar
Language: eng
Format: mobi


Disciplina Augusta

Volví por tierra a Grecia. El viaje fue largo. Tenía razones para pensar que aquélla sería mi última gira oficial por Oriente, y quería más que nunca verlo todo por mis propios ojos. Antioquía, donde me detuve algunas semanas, se me apareció bajo una nueva luz; ya no era tan sensible como antaño a los prestigios de los teatros, las fiestas, las delicias de los jardines de Dafné, el amontonamiento abigarrado de las multitudes. Advertía con mayor fuerza la eterna ligereza de aquel pueblo maldiciente y burlón, que me recordaba al de Alejandría, la necedad de los pretendidos ejercicios intelectuales, el trivial despliegue de lujo de los ricos. Casi ninguno de aquellos notables comprendía la totalidad de mis programas de obras y reformas en Asia; se contentaban con aprovecharse de ellos para su ciudad, y sobre todo para su propio beneficio. Me encantaba la idea de trasladar la capital de la provincia a Esmirna o Pérgamo, pero los defectos de Antioquía eran los de cualquier gran metrópolis; no hay ciudad de esa importancia que no los tenga. Mi repugnancia hacia la vida urbana me indujo a consagrarme aún más a las reformas agrarias; completé la larga y compleja reorganización de los dominios imperiales en Asia Menor, por la cual los campesinos lograron mejoras y el Estado también. En Tracia fui a visitar Andrinópolis, donde los veteranos de las campañas dacias y sármatas se habían congregado atraídos por donaciones de tierras y reducciones de impuestos. Un plan análogo debería aplicarse en Antínoe. Hacia mucho que había concedido exenciones análogas a los médicos y profesores de todas partes, con la esperanza de favorecer el mantenimiento y el desarrollo de una clase media seria e instruida. Conozco sus defectos, pero un Estado sólo se mantiene gracias a ella.

Atenas seguía siendo la etapa preferida; me maravillaba que su belleza dependiera tan poco de los recuerdos, ya fueran míos o históricos; la ciudad parecía nueva cada mañana. Esta vez me instalé en casa de Arriano. Iniciado como yo en Eleusis, había sido adoptado luego de ello por una de las grandes familias sacerdotales del territorio ático, la de los Kerikés, tal como yo fuera adoptado por la de los Eumólpidas. Se había casado con una joven ateniense, fina y orgullosa. Ambos me rodeaban de discretos cuidados. Su casa se hallaba situada a pocos pasos de la nueva biblioteca que yo había donado a Atenas y en la que no faltaba nada de lo que puede ayudar a la meditación o al reposo que la precede: asientos cómodos, calefacción adecuada durante los inviernos con frecuencia rigurosos, escaleras para llegar a las galerías donde se guardan los libros, el alabastro y el oro de un lujo discreto y sereno. La elección y el emplazamiento de las lámparas habían sido objeto de particular cuidado. Cada vez sentía mayor necesidad de recopilar y conservar los volúmenes antiguos, y encargar a escribas concienzudos de que hicieran copias nuevas. Tan bella tarea no me parecía menos urgente que la ayuda



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